Por Mons. Pierre Jubinville.
El Papa León XIV sobre el Día de los Pobres
La pobreza tiene causas estructurales que deben ser afrontadas y eliminadas. Mientras esto sucede, todos estamos llamados a crear nuevos signos de esperanza que testimonien la caridad cristiana, como lo hicieron muchos santos y santas de todas las épocas. (…) Hoy [estos servicios] deberían formar parte ya de las políticas públicas de todo país, pero las guerras y desigualdades con frecuencia lo impiden. Cada vez más, los signos de esperanza son hoy las casas-familia, las comunidades para menores, los centros de escucha y acogida, los comedores para los pobres, los albergues, las escuelas populares: cuántos signos, a menudo escondidos, a los que quizás no prestamos atención y, sin embargo, tan importantes para sacudirnos de la indiferencia y motivar el compromiso en las distintas formas de voluntariado. (no. 5)
Este párrafo viene del mensaje del Papa León XIV para el día de los Pobres, a celebrarse en noviembre próximo. Se adelanta la publicación como para hacernos reflexionar. Lo que describe se asemeja mucho a nuestra realidad. Los signos de esperanza, por encima de los deterioros en los servicios públicos, se ven en el compromiso de los cristianos y cristianas al acercarse a las personas más pobres y vulnerables.
La práctica cristiana no es solamente ritual, ni solamente individual, ni solamente espiritual. Es una acción con muchas dimensiones. Somos comunidades de fe, esperanza y caridad, es decir que practicamos la vida comunitaria solidaria. Nos interesa la vida de los demás y buscamos maneras de romper los aislamientos y las separaciones para compartir y ayudar.
El texto también tiene esta expresión:
Los pobres no son objetos de nuestra pastoral, sino sujetos creativos que nos estimulan a encontrar siempre formas nuevas de vivir el Evangelio hoy. Ante la sucesión de nuevas oleadas de empobrecimiento, existe el riesgo de acostumbrarse y resignarse. Todos los días nos encontramos con personas pobres o empobrecidas y, a veces, puede suceder que seamos nosotros mismos los que tengamos menos, los que perdamos lo que antes nos parecía seguro: una vivienda, comida adecuada para el día, acceso a la atención médica, un buen nivel de educación e información, libertad religiosa y de expresión. (no. 6)
Esto dice la inmensa dignidad que tiene cada persona que nunca se puede reducir a ser el “objeto” de una acción. Sociológicamente ya se ha comprobado que incluso en las clases más pobres, los miembros de la Iglesia, y sobre todo de la Iglesia Católica, están relativamente “un poco mejor” económicamente. El virus de la superioridad, de quien se sitúa “arriba” para “levantar” al de “abajo”, nos puede infectar fácilmente. Como dice el Evangelio: “Entre ustedes no será así…”
El texto nos sacude al evocar la posibilidad que también podemos perder ventajas, privilegios, hasta derechos ya conquistados. Otra vez, sociológicamente, la Iglesia cuenta mucho con la clase media y la clase media vive mucha precariedad. Hay gente que pierde un empleo, que vive un accidente o una enfermedad, que pasa por pruebas. Hay cambios económicos que suceden lejos, pero nos afectan mucho. La propiedad y la estabilidad no vienen de unos límites ya conquistados que nunca serán arrebatados. Nuestra paz viene de la gracia y nos hace libres para tener aliento, a largo plazo, en nuestros compromisos. Incluso en las pruebas, no perdemos la dignidad, ni la solidaridad.
En esta lucha contra la miseria, somos compañeros y compañeras. Estrechamos lazos de amistad y construimos puentes sobre las zanjas de las culturas, la religiones, las clases sociales. Esta práctica es como un sacramento que nos alimenta y purifica. Nos hace descubrir a Cristo y su camino de vida.