No sé más del cónclave de lo que hay en Wikipedia y en la reciente película (que, hay que recordar, por más realista que sea la fotografía y las ropas, es una ficción).  Como la mayoría, me entero a medida que salen las noticias: el número de cardenales electores, un poco sus perfiles, las explicaciones sobre las antiguas costumbres, lo del “encierro” en la capilla Sixtina: el humo negro o blanco, y… no mucho más.  Como todos estoy en la expectativa aunque, esto sí, me rehúso en especular; no acepto difundir una mirada sobre la Iglesia como un teatro político.

 

En algunos casos, los elegidos estuvieron de una cierta manera un poco anunciados: Benedicto XVI y, por lo menos entre los cardenales que lo eligieron, Francisco (según…).  Hubo otras elecciones que fueron sorpresas como las de los dos Juan Pablo.  No sé si Juan XXIII fue presentido, pero sé que su pontificado fue una inmensa sorpresa para la Iglesia: convocó nada menos que el Concilio Vaticano II.  Francisco también causó movimientos que nadie había anticipado.  Son los Papas que “he conocido” en mi corta existencia.  Todo esto para decir: no sé, no sabemos qué va a pasar.

 

Este billete es justamente sobre lo que no sabemos y que está muy bien no saber.  Los Estados, en muchos países, organizan elecciones.  En los mejores casos, donde hay respeto por el voto, se hacen encuestas sobre los movimientos de opinión durante la campaña electoral, se analiza la coyuntura social y económica que es el telón de fondo del escrutinio, se sigue la evolución de los movimientos políticos y la actuación de los candidatos.  Y no estamos teniendo en cuenta la manipulación de la opinión, los financiamientos de los poderos, las comunicaciones fabricadas según modelos consumistas.  Aún con todo esto que las hace más o menos predecibles (y no faltan los medios que publican sus “barómetros”), muchas elecciones tienen resultados desconcertantes e inéditos.

 

Simplemente quiero enfatizar: en el caso del Cónclave, muy poco de todo esto es visible, los electores dispersos por el mundo vienen de realidades muy diferentes, no hay campaña y el tiempo es muy corto.  En todos casos, el elegido, en muchas ocasiones, se ha revelado muy distinto a la imagen que se tenía antes de su elección.

 

La práctica de muchas asambleas en distintos espacios de la Iglesia, desde la renovación del Concilio Vaticano II, y ahora con el impulso de la sinodalidad, intenta confiar más abiertamente en el Espíritu Santo.  Dirán que esto es muy ingenuo, pero he sido testigo: se lo invoca y se implemen­tan algunas medidas para transparentar más los procesos de decisiones.  En varias congregaciones religiosas, cuando eligen un superior o una superiora, se intenta hacer que las conversaciones de los pasillos se traigan a un intercambio abierto, en asamblea, que no falte a nadie las informaciones completas y que todo se viva en un ambiente de oración.  En algunos casos, está totalmente prohibido votar por uno mismo.  Se intenta reducir a lo máximo la tendencia de partidirizar lo que es, al final, un discernimiento que se quiere recibir como una gracia de Dios.

 

No terminan, ni terminarán los comentarios ni las especulaciones sobre el Cónclave.  Se habla desde lo que se ve y se quiere ver, cayendo en un evidente provincialismo.  Tal vez hay que aceptar esto como una suerte de juego.  Pero reconozcamos que no vemos gran cosa, y que hemos experimentado ya muchas contradicciones y sesgos de este tipo de análisis.  Más que nada, para los creyentes, la fe nos hace vivir este tiempo como un “kairos”, un tiempo de Dios.

 

Así, en mis conversaciones, en mi oración, quiero preparar el Cónclave y el ministerio del nuevo Papa.