San Ignacio de Antioquía, Obispo y mártir (Siglo I)

Está cerca el momento de mi nacimiento […]. No hay en mí llama alguna para la materia sino agua viva que brota, diciéndome: “Ven al Padre”. No me deleito en un alimento corruptible, ni en los placeres de esta vida. Quiero como bebida su sangre, que es caridad incorruptible.

Este es el contenido de una de las Cartas escritas por san Ignacio, durante el viaje que, desde Antioquía, debía llevarlo a Roma, para ser entregado a las fieras. En una de esas mismas cartas pide que la Iglesia de Roma no sea inoportuna con mediaciones que puedan privarlo del martirio, “su deseo y su esperanza”.

Ser cristiano significaba, esencialmente, testimoniar a Cristo crucificado y resucitado. El martirio, que en griego quiere decir “testimonio”, en los primeros siglos representaba la máxima aspiración para los cristianos más fervorosos, porque permitía no solamente la perfecta imitación del Maestro, sino la entrada a la plenitud de la vida.

En este contexto, Ignacio –el “portador de Dios”, como a él le gustaba definirse- fue uno de los primeros y más importantes testigos de la Iglesia primitiva.

Nacido alrededor del año 50 d.C. y muerto entre el 110 y el 115, discípulo del apóstol Juan y tercer obispo de Antioquía, después de san Pedro y Evodio, es muy estimado en toda Asia Menor, tanto que, cuando difunde la noticia de su condena y emprende el viaje a Roma, todas las Iglesias envían a los obispos para escuchar sus palabras, Ignacio no desatiende sus expectativas y aprovecha cada pausa para exhortar a las Iglesias a la unidad. Para que su voz pueda llegar a todos, confía sus propias reflexiones en siete cartas, escritas de seguido y organizadas por argumentos. Un tesoro inestimable para documentar la doctrina y la vida de la Iglesia después del periodo apostólico.

Antes de morir escribirá: “Soy trigo de Dios y seré triturado por los dientes de las fieras, para convertirme en pan puro de Cristo”.

Martirizado con ocasión del triunfo del emperador Trajano sobre los Dacios, es luego, sepultado, en Roma.

Es invocado contra el peligro de los lobos, por los cuales fue devorado, y para curar las enfermedades de la garganta.

Hoy también se recuerda a san Rodolfo.

 

Departamento de Pastoral de Radio Cáritas Universidad Católica.