San Damián de Molokai, nació en Bélgica en 1840, desde temprana edad sintió una fuerte inclinación hacia el servicio y la vida religiosa.

A lo largo de su juventud, San Damián enfrentó la burla de sus compañeros y la dura realidad de la pobreza en su familia. Sin embargo, su fe y determinación nunca se quebrantaron.

A los 20 años, respondió al llamado de Dios y se unió a la comunidad religiosa de los Sagrados Corazones, con el deseo ardiente de convertirse en misionero.

Posteriormente, fue enviado a las islas de Hawai como sacerdote. De esta manera, comenzó su labor de evangelización entre una población mayoritariamente protestante. Con su carisma y compasión, logró ganarse el respeto y la admiración de aquellos a quienes servía, llevándolos gradualmente hacia la fe católica.

Pero fue en Molokai donde San Damián encontró su verdadero llamado. Desterrados y olvidados, los leprosos de esta isla sufrían en silencio, abandonados por la sociedad y desprovistos de esperanza. Sin embargo, San Damián vio en ellos la imagen de Cristo y decidió unirse a su sufrimiento, solicitando permiso para vivir entre ellos.

No solo cuidó de los enfermos físicamente, sino que también les brindó consuelo espiritual. Creó comunidades, proporcionó medios de subsistencia y luchó por sus derechos, convirtiendo la isla de Molokai en un lugar de dignidad y esperanza.

Como resultado, contrajo lepra, sin embargo, nunca perdió su fe ni su alegría. Siguió sirviendo a los leprosos hasta el final de sus días.

En 1994, su ejemplo fue reconocido por el Papa Juan Pablo II, quien lo declaró beato y lo nombró patrón de los que cuidan a los enfermos de lepra.