por Monseñor Pierre Jubinville

Obispo de San Pedro y Pte. de la Conferencia Episcopal Paraguaya. 

El domingo pasado, celebramos la eucaristía de la fiesta del Santísimo Sacramento, con la Coordinación de la Pastoral de Juventud, en la penitenciaría de San Juan Bautista de las Misiones.  De los 1700 hombres y 80 y algo mujeres privados y privadas de libertad, un centenar de internos e internas participaron.  Fue sencillo y orante.

 

Muchos de los participantes de coordinación de la PJ, más de la mitad, nunca habían entrado en una cárcel.  Con la Pastoral de Juventud estamos haciendo esto, tímidamente: vivir experiencias fuera de nuestras zonas de confort, ir a donde Jesús nos dice que está.  En los últimos años, vivimos ya unas tres reuniones nacionales y una internacional en donde la visita a comunidades de las márgenes, de los pobres y excluidos, hacía parte de nuestro encuentro y de nuestro discernimiento.  En otras palabras: si bien nos reunimos para decidir del quehacer y del rumbo de la Pastoral de Juventud, en el proceso intentamos abrir nuestros corazones a las preferidas y los preferidos de Dios, a ver qué nos quiere decir a través de ellos y ellas.  De alguna forma también, queremos que sea una cuestión asumida por todos y todas: la Iglesia sinodal en salida hace el ejercicio de escuchar y abrirse.

 

Varios expresaron inicialmente sus miedos.  El encuentro no fue intensivo: a penas estar juntos en un mismo lugar, para rezar, durante una horita.  Pero ¿cómo nacerán compromisos más profundos si no hay experiencias iniciales, si no se marca la importancia de estos contactos en la actividades más centrales de la Pastoral?   Hay muchos plagueos sobre los jóvenes poco comprometidos, pero ¿qué aperturas nuevas les ayudamos a vivir?

 

Hoy en día los mundos se vuelven cada vez más aislados.  Acá en San Pedro, mucha gente del pequeño pueblo no sabe más de la vida campesina.  Atrapada en su nueva cultura citadina y del progreso individual, no duda en juzgar: “no quieren trabajar”, etc.  En las grandes ciudades, también hay “trayectos corredores” de personas que nunca se acercan a otros que viven a pasos, en realidades totalmente diferentes.  Nosotros, diócesis con larga extensión geográfica, no conocemos las numerosas comunidades indígenas de nuestro territorio, a veces vecinas a nuestras comunidades.  Mundos enteros se están formando en nuestras calles, poblados de migrantes, artistas, toxico-dependientes, personas con problemas mentales, otras que practican varias formas de mendicidad… y no sabemos de ellas y ellos.  En las familias más protegidas mismas surgen esas diferencias y situaciones que cuestionan nuestras normalidades y tenemos miedo de escuchar y entrar en el mundo del otro.  Gente de nuestros barrios y comunidades cristianas, que fueron agentes de pastoral, están en la cárcel, pero pocos los visitan.

 

Hay todo un capítulo sobre el supuesto “castigo a los malos” que justifica separarnos de nuestros hermanos y hermanas.  Tal vez un día profundicemos sobre este mito.  Por ahora, no se trata de abrazar y compadecernos de todo el mundo en general, ni abarcar todos los ámbitos, ni todos los sufrimientos, como si quisiéramos otra vez explicar y controlar.  Nos toca mucho más simplemente aprovechar las oportunidades de la vida para cruzar algunas fronteras, salir y conocer, servir.  De ahí pueden nacer historias de aprendizajes, de compromiso, de amor.